viernes, 14 de junio de 2013

LXI. Sit tibi terra levis

La nostalgia es un sentimiento sobre lo que fue y que no está. Quizá, por ello, muchas veces utilizamos ese hermoso vocablo pero, realmente, sin ser conscientes de lo que, en toda su dimensión, lleva implícito. Ser un nostálgico está de moda, mirar perdidamente al horizonte y evocar en tus ojos y en tu mente, paladear en tus sueños algo que fue - o si quiera se cree que fue - pero que por más que uno se empeña en asirlo con ímpetu se desvanece entre los dedos la imaginación como la niebla en la tarde. 

Hoy estoy poético. Me he prendado de muchas de las reflexiones de un soñador de buenas intenciones y que, sin solución de continuidad, va extiguiéndose en la llama de la vida, sus ojos cada vez más difusos dejan ver un mundo de divagación que lo conduce, poco a poco, a una realidad desconocida y perenne. Sit tibi terra levis. Como el respeto que se le brinda a esa voz de la experiencia sólo queda sentarse y escucharle hasta que un tibio aliento acabe por helarle el alma. Así, una vez la tierra se halla posado sobre su carne baldía sólo nos quedará un recuerdo, un tiempo que fue y ya no es. Así es la vida que pasa como el tiempo, inexorable. Llámenlo pesimismo, pero no quedará de nosotros sino la tierra.

Es por eso que cabe sentarse, pararse a pensar y a meditar sobre lo que viene: iuvennes dum sumus. ¿Ante qué nos enfrentamos ignorantes? ¿Cuál es la esencia de mí mismo y de cuánto me rodea? ¿Qué ha alimentado la desazón de los pueblos para querer perder hasta sus apellidos? La angustia de los malos tiempos preña al consciente y al inconsciente de esa idea de podredumbre, de un mundo que sin remedio parece estar descomponiéndose, desmoronándose como una castillo de arena ante una pleamar. El barco se hunde y se va a pique con nosotros dentro. La gente sólo parece pensar en coger el salvavidas del compañero, pisarle la cabeza si hace falta y saltar por encima de sus hombros con el único fin de salvaguardarse y garantizarse un futuro que no se adivina feliz. 

Los grandes valores de la sociedad parecen ser reliquias de museo que se han disuelto de la razón social en menos de dos décadas. Una globalización ha llamado a perder el norte, a subvertir el orden lógico de las cosas. El poderoso caballero don Dinero, sumergido detrás de la economía y la política, han llamado a perder el juicio de todo un mundo. Ya nada importa sino el dinero. Ni la clase, ni la cultura, ni el valor, ni el honor...sólo la cartera llena. Parafraseando a quien me he venido refiriendo hablaba de cómo el Estado era comparable a una pirámide y en la cual si la cúspide estaba manchada por la corrupción ésta iría resbalando poco a poco para impregnar desde el vértice hasta la base. Sólo el jabón y la lejía, vertida desde arriba, pueden garantizarnos un digno porvenir. Supongamos que no sólo el Estado tiene esta forma sino toda idea, todo concepto y todo valor que, material o inmaterial exista y permanezca en nosotros y en el colectivo: "Europa es una mujer gorda de veintisiete apellidos", donde sólo parecen importar unos pocos...perdón, sólo uno, Alemania. 

La sombra aciaga de la política medra y subyuga a la sociedad. Los valores elementales de la democracia perecen ante el paso infame del político que manipula como esclavos a sus votantes. La garantía de mantenerse a flote en la líneas de poder es lo único que anhelan. El honor de la política ha muerto. El honor del servicio desinteresado hacia la comunidad ha sido dilapidado. España se quebranta sin remedio ante la poquedad y la miseria de una intelectualidad de encefalograma plano. Seguimos sin aprender nuestra Historia y seguimos, por ello, condenados a repetir nuestros errores. Los delirios de grandeza de Felipe II llevaron a la quiebra a las arcas del Estado, como también lo hicieron, de forma continuada, los de Felipe IV. Una megalomanía basada en grandes palacios, grandes flotas, grandes oropeles que sirvieron para enmascarar una realidad imaginada: una grandeza que nunca estuvo. Las dos últimas décadas de Historia han vuelto a poner de manifiesto esa misma ineptitud de un enfermo níveo de consanguinidad y hemofilia. Los desmanes de pequeños patriarcas en sus comunidades, de reyezuelos inútiles rodeados por poder, ambición, dinero y un hermoso séquito de palmeros, nos han conducido sin remedio hasta esto. El honor, el pundonor, la gallardía, la torería parecen haber sucumbido. 

Sólo hablo de sentarnos, pensar y reflexionar en lo que pasa, en lo que sucede. Rescatar del olvido los grandes valores de la humanidad, la virtud, y buscar las bases de un futuro esperanzador. Y que no me llamen nostálgico por que, para mí, cualquier tiempo pasado fue anterior. 

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