miércoles, 8 de junio de 2011

XLVI. Los toros como Dios manda (II)

Decíamos en la pasada publicación que todo en el planeta de los toros tenía un sentido y una importancia. Cada uno de los elementos que configuran el orbe taurino están puestos ahí con una clara intención y con un claro sentido protocolario, ahora sólo falta que sepamos valorar esos signos y darles la dimensión que requieren. La belleza y la estética de la tauromaquia no sólo se mide en una buena faena sino en algo que los taurinos llamamos ambiente. Ese pellizquito que nos emociona y nos impacienta que nos augura que en breves minutos algo importante pasa. Eso se consigue a través de la orientación de todos esos símbolos aunque a veces ante la chabacanería y la desidia lo único que nos despierta es la asolación de lo patético. Desde el alguacil hasta el arenero, pasando por los chulos, torilero, acomodadores y todos cuantos participan en la plaza deben presentar un decoro y una presencia, tanto en su vestimenta como en su actitud. La pulcritud del callejón, de los tendidos, el engalanamiento de los palcos con colgaduras o reposteros, la doma elegante de los caballos al hacer el paseíllo, la pulcritud y el enjaezamiento de las mulillas; del afinamiento y la elegancia en los toques de clarín, la armonía y la fuerza en una banda de música con un selecto repertorio musical que nos tienen que dar la dimensión de estar en una fiesta única en el mundo no en una verbena inhóspita del pueblo más recóndito de la Meseta. Aunque eso también entra en cómo va cada cual vestido a la fiesta más culta del mundo.

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