lunes, 16 de mayo de 2011

XLV. Los toros como Dios manda (I)

Decía Baumgarten, filósofo alemán, que la estética se define como la ciencia de lo bello, un estudio de la esencia del arte. En este planeta de los toros la esencia la pone el animal en esa danza macabra hecha sobre el ruedo. La ciencia la pone el hombre tras dos siglos de experimentación constante. Sobre esa ciencia se ha hecho un estudio paralelo que, por desgracia, en la gran mayoría de los casos es un mero trance que no tiene la importancia que debería y que enriquece la Fiesta, la liturgia taurina y el propio arte de torear. Todo en el planeta de los toros tiene un sentido, todo tiene una importancia. Paremos y reflexionemos.

Esta ciencia arranca de aquel quien materializa la esencia y la hace bella. El torero, el matador de toros, que como un sacerdote se viste de oro ante el sacrificio, no del Cordero sino del toro. Así que ni plata ni azabache, puesto que ya en época de Carlos IV de Navarra se considera a esta profesión como algo diferente y desmarcado del resto. Paquiro ya vistió de esa nobleza y comportarse acorde a su dimensión, por la que se le propuso por parte de Isabel II, inclusive, ofrecerle el Condado de Chiclana. Joselito el Gallo, Ignacio Sánchez Mejías o Manolete supieron revestir de intelectualidad en el siglo XX su profesión, desmarcando la figura del analfabetismo de los taurinos y llegando, como Enrique Ponce a asistir como invitado a la Boda del Príncipe de Asturias. Pero no todos tienen en mente esa consideración de su profesión más allá del dinero, como sitio de prestigio social y referente de cultura, elegancia y protocolo. Pasaron de ser meros pueblerinos a una élite social, cultural e intelectual que les ensalzó como figuras de la sociedad española. Para ser torero primero hay que creérselo. Hay que hablar en torero, vestir en torero y comportarse en torero. Sino volveremos a ser meros jiferos como en el siglo XVIII.

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