lunes, 9 de agosto de 2010

XVII. La estética taurina (I)

Decía Baumgarten, filósofo alemán del XVIII, que la estética se definía como "la ciencia de lo bello, la esencia del arte" y es que esta postulación da fe de la relevancia que tiene el arte y la estética en al vida social de los individuos. Por su parte, Dino Formaggio alegaba que el arte era aquello que el hombre consideraba arte atendido a sus necesidades.

La estética, pues, así como el arte van ligados a la sociedad y la sociología si bien es el individuo como parte del colectivo quien deposita esos valores personales al servicio de lo común. Están ambos conceptos presentes en nuestras vidas y dotan éstos de armonía y rigor a nuestras costumbres, nuestras actitudes ya sea de forma materialista - como pueda ser la moda- o de una forma metafísica como pueda ser una estética espiritual acorde a cada persona. Es común que fijemos la atención en las grandes obras para hablar de arte y de qué es bello e incurrimos ahí crasamente en un error. Lo que hace grande y magistral a una obra, sea cual sea, es su aportación al arte en la técnica o en la riqueza del trabajo, en el detalle. Ahí, pues, es donde reside la grandeza del planeta de los toros: en legado del detalle, de la estética, del cuidado de nuestras actitudes ancestrales, del rito sacrificial, del hecho antropológico.

Francisco Montes Paquiro a mediados del XIX aportó, entre otras cuestiones, la transformación y adecuación del a vestimenta del torero, puesto que entendía que su oficio no pertenecía a un rango social similar al de la prole sino que destacaba en sus hazañas y se erigía como continuador protagonista de la corrida caballeresca. Eso comportó el sentimiento y convencimiento del arquetipo estilista del torero. Paulatinamente y en el transcurrir de las décadas vemos como el torero va alcanzando un rango perteneciente a las élites intelectuales, literarias y artísticas del momento. Esto ha de conllevar de un modo forzoso una adecuación de sus formas de vida que reflejarán una aventazada posición económico-cultural del torero y del orbe taurino, por extensión.

A día de hoy, pese a seguir gozando de esa posición elevada en cuanto a reconocimiento y prestigio social se mantienen al margen de lo que Joselito, Belmonte o Sánchez Mejías tomaron como actitud. El escándalo, la farándula, la publicidad mofante impregna sus vidas y se regocijan de ello. Ser torero ya no es vocación, es un empleo que puede genertar una fortuna si se hace bien. El estilo ha muerto, ya sólo queda el dinero. Los que lo conservan son bohemios.
Pese al tono pesimista planteado es de ley reconocer el trabajo positivo que un gran número de miembros del mundo del toro están haciendo por mantener vivo ese espíritu de grandeza e idealización del planeta de los toros. No es aptitud sino actitud.
De un tiempo a aquí son diversos los toreros que miman con esmero la presentación de sus trajes a la hora de hacer el paseíllo, vuelve a recuperarse el sentido litúrgico del traje de luces como el traje de gala para el militar que exorna su solapa con galones y méritos castrenses; como el sacerdote que luce casullas bordadas o capas pluviales de ricas telas. Esto hace redundar en el sentido verdadero de la Fiesta, en el rito sacrificial del que hablaba Romero de Solís (Romero de Solís, P. El Corpus y los toros: dos fiestas bajo el signo de la muerte sacrificial en "La Fiesta del Corpus Christi". Universidad de Castilla-La Mancha. Guadalajara, 2002).
Vemos como muchos toreros prefieren encargar diseños propios para sus trajes de lusces antes que escoger los seriados que presenta la sastrería. Se busca la personalización e individualización del torero en todos sus aspectos. Los banderilleros, por desgracia, siguen incurriendo en el bordado de patrón fijo, algo que empobrece la puesta en escena con repetición de los mismos motivos y colores en casi todos los rehileteros. Toreros de plata como Curro Molina, Joselito Gutiérrez, José Manuel Montoliú, El Alcalareño o El Chano participan de esta corriente distintiva que les mantiene en una élite estética dentro y fuera de la plaza.

El mozo de espadas, a su vez, adquiere una mayor especialización en la restauración y reposición de piezas en estos mismos trajes, como es el ecaso de D. Francisco Javier Castro Limón, a las órdenes de José María Manzanares hijo, quien rehace machos, alamares y morillas en función del desgaste que éstos presentan. La dedicación de los mozos de espadas se ve reflejada también en el adecentamiento de los avíos de torear: capotes impecables, muletas planchadas, cintas y gamuzas limpias en las empuñaduras del estoque... El papel del mozo no se limita a dar y retirarle trastos al matador, ni sólo a vestirlo. Vela y procura por la imagen del torero en toda su puesta en escena como Juan Carlos Morante o Daniel Rosado. Son el énfasis necesario para recobrar la dimensión táurica y atávica del mundo del toro.

Continúa

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